Notas desde la frontera: crónica de un rescate en Lviv (Ucrania)
En los hospitales de Lviv los relatos no se cuentan, se escupen. Son historias de gente que ya ha perdido más de lo que tiene, y aun así resiste. Mono y Vasili, dos colombianos, son la prueba. Ambos han perdido la pierna por debajo de la rodilla, ambos arrastraron sus cuerpos y sus miedos durante cuatro días en tierra de nadie, y ambos han regresado de donde otros no vuelven.

Crónica de un rescate en la frontera (Lviv, Ucrania)
Todo empezó cuando Mono (a la derecha en la imagen), con 23 años recién cumplidos, pisó una mina y perdió el pie derecho. Vasili, de 34, compañero y amigo (a la izquierda), le aplicó el torniquete y le quitó todo lo que pesaba: chaleco, mochila y fusil. Mono se quedó con lo imprescindible; con lo necesario para sobrevivir.
Empezó entonces la retirada imposible: Vasili avanzaba unos metros por terreno minado, tanteando el suelo, buscando un refugio. Al encontrarlo, dejaba ahí su equipo, volvía arrastrándose a por Mono, y juntos avanzaban al siguiente punto.
En una de esas idas y venidas encontraron a un soldado ucraniano desorientado, sangrando por los oídos, con la mirada perdida y la piel grisácea. Nadie sabe cuánto llevaba allí. Lo incluyeron en su lento avance, asegurando posiciones, moviéndolo a la siguiente sombra, pero el infierno no espera. En mitad de un bombardeo, el ucraniano se perdió, se alejó del camino y desapareció entre los matorrales. Lo llamaron a gritos, pero nunca hubo respuesta.
Después, Vasili también pisó una mina. La explosión fue seca y brutal. Sintió el tirón en la pierna como si algo lo hubiera levantado del suelo. Se quitó el casco, el chaleco y la mochila; se hizo dos torniquetes, uno alto en la ingle, otro más abajo. Gritó a Mono que viniera, no tanto porque lo necesitara, sino para darle un motivo para seguir luchando. Cuando uno está al límite, cualquier excusa sirve para no dejarse morir.
Durante cuatro días, el avance fue de animal herido. Nada de caminos marcados —demasiado peligro de minas—, sino todo campo a través: cortando ramas, arrastrándose sobre el barro y la maleza, avanzando cinco, diez o veinte metros. Paraban, soltaban un torniquete para dejar pasar la sangre, contaban los minutos para no desangrarse, lo apretaban de nuevo y vuelta a empezar.
Las noches eran una tregua miserable. Encontraron un búnker con dos colchonetas destrozadas y aprovecharon una manta térmica que Vasili llevaba encima. Dormían pegados, temblando de frío, acariciados por un aire que olía a miedo y a sangre seca.
“Usted me salvó la vida, y ahora yo le voy a salvar la suya. Usted vino a ayudarme y defendió mi posición cuando nos estaban atacando, y gracias a usted sigo aquí. No le voy a dejar tirado”
En la segunda o tercera noche, escucharon pasos. Dos soldados ucranianos, artilleros de otra brigada, entraron en el búnker. Les dijeron que no estaban allí por ellos, que solo pasaban, pero prometieron avisar para que alguien los rescatara al amanecer. Esa promesa encendió una chispa de esperanza, pero por la mañana nadie acudió. Aquí, las promesas duran lo que tarda en salir el sol.
Mientras tanto, Vasili seguía hablando por radio con su comandante. Suplicó que los evacuaran. La respuesta fue una orden: “Tenéis que cruzar el claro de 400 metros hasta la posición”. El comandante les agradeció su valor y les animó a resistir. Vasili le explicó que eso era imposible: solo podían avanzar cinco metros cada vez, arrastrándose y deteniéndose durante minutos para recuperar fuerzas. “No podemos, no llegamos. Si no pueden salvarme, al menos salven a Mono”, suplicó. Al final, agotado, le soltó lo que cualquiera pensaría al verse así: “Mándeme un dron y máteme usted. Prefiero eso antes que me remate un dron ruso en mitad del claro”. Cuando entendió que esa era toda la ayuda que iba a recibir, apagó la radio.
El rescate
Fue entonces cuando, a media mañana, aparecieron Doggi y un compañero brasileño. Doggi, colombiano también, reconoció a Vasili al verlo y le dijo, sin rodeos: “Usted me salvó la vida, y ahora yo le voy a salvar la suya. Usted vino a ayudarme y defendió mi posición cuando nos estaban atacando, y gracias a usted sigo aquí. No le voy a dejar tirado”. El brasileño dudaba, valorando el riesgo: cruzar ese claro, arrastrando a uno de ellos, era una invitación a los drones enemigos. Pero Doggi insistió, priorizando la evacuación de Mono, como Vasili suplicaba.
Doggi cargó con Mono, mientras que el compañero brasileño intentó ayudar a Vasili, pero pronto no pudo más. Doggi volvió entonces a por Vasili, que insistía en que le dejaran. Pero en las guerras, a veces, las cuentas pendientes entre hombres pesan más que el miedo. Doggi se echó a Vasili al hombro y cruzaron el claro, bajo los zumbidos de los drones, hasta que entraron en la franja de inhibición ucraniana y los drones cayeron al suelo, inútiles por fin.
En la posición de evacuación, una paramédica de 19 años estabilizó a Vasili. Todavía les quedaban ocho kilómetros a hombros hasta el hospital de campaña. Vasili solo pudo decir al médico: “Haga conmigo lo que tenga que hacer. Que sea lo que Dios quiera”. Le anestesiaron y, al despertar, ya no tenía pie.

Las historias personales importan
…a veces, la dignidad es eso: no dejarse morir solo…
La historia personal aquí importa. Mono había perdido a sus dos hermanos días antes, muertos en trincheras paralelas. Vasili había perdido a su hermano menor, apuñalado en Ecuador tras una última videollamada. Quizá por eso Vasili se empeñó en que, si solo uno salía vivo de aquello, fuera Mono. No por épica, sino porque entiende el peso del dolor y lo insoportable que es quedarse solo en el mundo.
Tras la operación, los enviaron en tren de Kharkiv a Lviv: 20 horas separados en distintos vagones. Vasili temía que ahí se terminara todo. Más tarde, se reencontraron en el hospital. Mono no hablaba, no comía, no bebía. Vasili, terco, le devolvió poco a poco las ganas de seguir: agua primero, algo de comida después. Hay guerras que empiezan cuando ya nadie mira.

Hoy ambos están en el centro de rehabilitación. Les trato el dolor y escucho su historia. Vasili, sin épica ni lamento, me cuenta que soñó con su hermano animándole a sobrevivir. No hay héroes aquí: solo gente que se empeña en no dejar morir al otro, porque sabe lo que duele la pérdida.
Y es que, a veces, la dignidad es eso: no dejarse morir solo, ni dejar solo al otro. El resto es literatura.
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